lunes, 20 de julio de 2015

El periodista despistado


SOCIEDAD Presentación de un juicio popular.





El asesino de la calle Almirante León escapa de la prisión.



Fue localizado en un contenedor. Los servicios sociales ya se lo han devuelto a la madre fallecida.





Han atropellado a una anciana en un paso de peatones de la calle Almirante León. El conductor, que parecía ir borracho, esperó la llegada de la policía en el siguiente semáforo. El, o la desconocida, que en principio se dio a la fuga, frenó probablemente porque el cuerpo de la fallecida le impedía la circulación. La vieja, atrapada en la luna como prófugo en alambre de espinos, fue desplazada hasta el siguiente semáforo, que acababa de ponerse en rojo.

Y mientras escapa de sus raptores, siente la rodilla derecha palpitar, la frase martillea su cerebro, la sangre estorba la entrada del oxígeno; y a cada paso recuerda una anécdota que siente lejana, en la que no participa, más cree vivirla. Se deja caer sobre un árbol, después de arrancarse la manga izquierda de la camisa. Vitam extra somno luce tatuado en el tríceps. No hay tiempo para imaginar, así que se cubre la rodilla con la manga para taponar la herida. Inhala el rocío de la madrugada. Exhala ira. Libertad le espera. Es la hora del juicio. Fin.

Han desmantelado una red internacional de prostitución esta misma mañana. Según fuentes policiales, la investigación se inició al encontrar un recién nacido en el cubo de la basura de una de las plazas más transitadas de la capital. Servicios sociales fueron los primeros en alertar a las autoridades de que en la calle Almirante León se producían actos de reprochable moralidad.




Pero tenía que salir de allí. Las luces infinitas alumbrando su celda eran una brisa mañanera en comparación con los estridentes sonidos electrónicos que no dejaban de martillearle el cerebro. ¡Ahora conocerás la libertad!, resonaba una y otra vez en su cabeza. Aprovechó un traslado, más bien fue un despiste de sus raptores, para iniciar la huida que acabaría con su vida.

La madre, que permanecía secuestrada en una de las habitaciones del primero "b" del número tres, era obligada a prostituirse incluso durante las últimas semanas de gestación. La mujer, de procedencia italiana, a punto estuvo de romper aguas durante un servicio sexual. De momento hay cuatro detenidos, y cantidad de información para abrir un proceso de imputación que no ha hecho más que empezar; aunque ya conocemos el sentido que le falta a la justicia...

Vio la señal luminosa, puesto que el coche frenó en seco. Los trozos de mujer mayor quedaron esparcidos por el paso de peatones que dirigía el semáforo, y la gente, que empezaba a cruzar la calle Almirante León, pudo ver en primera persona como los trozos, miembros amputados de la anciana, se habían apoderado de la calzada que pretendían atravesar. Habría sido normal que las impactantes imágenes que llegaban a sus cerebros les alterara, pero nadie se inmutó lo más mínimo. Tan solo se oía los llantos del conductor del vehículo, ahora sí podían confirmarlo, que había dejado caer la cabeza sobre el volante y golpeaba el techo con las manos.

Nada más dar el primer paso, ya sabía que nunca volvería a caminar correctamente; tampoco era capaz de recordar cómo llegó allí. En el primer interrogatorio ya se percató de que le trataban como si fuera alguien peligroso, imprevisible, puesto que las medidas de seguridad en torno a él eran exageradas. No podía responder a ninguna pregunta, puesto que eran en un idioma que no comprendía. Por más que intentaba comunicarse (ruso, inglés, incluso recordaba saber algo de italiano), sus raptores no parecían esforzarse en comprenderle, si bien lo hacían en recordarle que cualquier movimiento en falso provocaría la misma reacción, por parte de los hombres armados, que el momento en el que recuperó la conciencia, cuando le dispararon en una rodilla.

Todos los testigos debían pensar lo mismo, puesto que todos hicieron lo mismo. Twitter, facebook y whatsapp se colapsaron, durante unos minutos, de fotos del lugar del accidente y, mientras el coche, que había quedado destrozado, esperaba a metros de donde todos los testigos retrataban lo ocurrido, llegó una patrulla de policías alertada por las fotografías subidas a la red. Arrestaron al conductor del vehículo, que no podía dejar de lamentar la pérdida sufrida en aquel ominoso incidente.

Prostitución, violencia de género y pertenencia a una red ilegal son algunos de los delitos que se les puede imputar a los integrantes de esta red, y serán puestos a disposición judicial en cuanto se les realice los interrogatorios pertinentes. Según familiares de los detenidos, ninguno de ellos cree que pase más de cinco años en prisión, incluso confían en la "condonación" de la pena.



¿Villano o héroe? Juzguen ustedes, porque esa es la cuestión que mantiene en vilo al lector durante toda la travesía, que comienza con la única frase que el protagonista oye en su idioma: ¡Ahora conocerás la libertad!, tras recibir el tiro en la rodilla.

El conductor del vehículo ha sido identificado como el hijo de la anciana fallecida. Mientras él afirma que el verdadero culpable se ha dado a la fuga, y que la mala fortuna hizo que el cuerpo inerte de su madre impactara contra su coche, lo cierto es que será imputado por los delitos de conducción temeraria y homicidio involuntario; aunque eso tendrá que determinarlo un juez, puesto que su estado consciente de plena sobriedad hace sospechar de que se trate de un asesinato premeditado.

El autor, un neófito en la literatura, lleva cuatro años encerrado en una prisión de baja seguridad, acusado de atropellar a su propia madre, a pesar de que nunca ha aceptado su culpabilidad. En la novela describe con talento y soltura las peripecias de un hombre privado de libertad, y acusado de un crimen que no solo no cometió, sino que no es capaz de recordar. Lo más probable es que, inspirado en su propia vida, haya conseguido trasladar al papel los sentimientos contradictorios que le atosigan la existencia.

Aunque la historia tiene un final feliz para la madre (a la que le han devuelto al hijo en la calle Almirante León), un servidor escribe para que ustedes, los lectores de este semanal, actúen alertando a la policía, en contra de negocios ilícitos, cuya perversión lleva a actos tan deplorables como este.

La huida es la novela leitmotiv de todas las conversaciones literarias de este año. Su trama intrigante consigue enganchar a propios y a extraños desde el principio hasta el final. A diferencia de los libros de misterio, esta historia tiene un final que hace al lector volver a empezar la novela desde el final una vez más, mostrando, cada vez, un secreto aún más inquietante que el anterior. Esto vuelve a ocurrir tras la segunda lectura, considerando los expertos de que se trata de un libro que requiere tres lecturas para poder terminarlo, y así cada vez que se quiera analizar. Toda una obra maestra.




El periodista despistado, El tiempo.

jueves, 16 de julio de 2015

Marfil roto


A Hugo, la tortuga, le dejaban trozos de lechuga esparcidos por todo el recinto vallado que encerraba a los animales. También le dejaban, en lugares poco accesibles para un galápago, trozos de tomate que le incentivaban a ejercitarse. Paul se divertía viendo a Hugo intentar alcanzar la lujosa vianda que el cuidador escondía. El alegre gato Paul consideraba al cuidador un hombre arisco, apático, que apenas se relacionaba con los animales, más que para darles de comer y lanzar, muy de vez en cuando, un cubo de pelotas que recogía antes de marcharse.

Pero ese no era el juego de Paul, que disfrutaba agazapado viendo sufrir a Hugo, la tortuga, en busca de la recompensa. A Carrie, el pastor alemán que creía ser un gato, ágil y audaz, intrépido, escurridizo, sí le gustaba ir por las pelotas que el cuidador lanzaba. De todos los animales que estaban a su cargo, Carrie era el único que atendía al estúpido juego. Movía la cola en alto con tanta rapidez que espantaba al resto de perros que querían jugar. Sin embargo, Carrie si limitaba a seguir las pelotas de un sitio a otro, que saltaban con endiablada soltura, y como mucho, les daba golpes con las patas delanteras cuando ya estaban paradas.

A Hugo, la tortuga, también le atraían los movimientos rápidos de las esferas saltarinas, pero no le daba tiempo ni de seguirlas con la mirada, y hasta alguna vez se volteó de puro nervio, dejando la panza al descubierto. El cuidador giraba a Hugo siempre que estaba delante, pero en una ocasión en la que el cuidador no estaba, Paul vio como Carrie golpeaba en el lomo de la tortuga, devolviéndole a su estado original. Se trató de la primera vez que Paul, aburrido de mirar el lento caminar del galápago, le arrebató el trozo de tomate cuando estaba a punto de alcanzarlo.



¡Uhhh...!Uh, ¡aahh! Uy, ay, ¡eeehhhh!— Espetaba la tortuga.



Paul, que despreciaba el tomate por ácido, lo disfrutaba cuando se lo aliñaban con vinagre, aceite, sal y cebolla. Más aún cuando lo acompañaban de algún pescado. Pero el alegre gato Paul sabía que no encontraría nada de eso por allí. Quizá las espinas de algún pescado en los contenedores que había a unos kilómetros, pero poco más. Por eso su acción fue por pura diversión, y aunque Paul no llevaba allí el tiempo suficiente como para que el resto lo conociera, todos sabían cuales eran las intenciones del gato.



—¿Por qué lo haces?— Preguntó Carrie, que observaba a Paul en lo alto de una rama de un olivo, con el trozo de tomate en la boca. Justo después fue cuando golpeó a Hugo en el lomo, ayuda necesaria para colocarlo sobre sus patas.

—¿Qué cojones te pasa?— Gritó Hugo nada más ponerse en pie.— ¿Es que eres tonto o algo así? ¿Te gustaría que te quitaran la comida?— Empezó a vociferar la tortuga enrabietada. Paul nunca la había visto así, de hecho nunca la vio enfadada. Sus voces se mezclaron con la de los demás compañeros de residencia de Paul, que le gritaban enojados el gesto de desprecio que tuvo ante el más antiguo del lugar.

—¡Vale! Vale... Ya la devuelvo.— Dijo Paul, que dejó caer el trozo de tomate al suelo, cerca de donde se encontraba la tortuga.



Estuvieron un rato llamando la atención del felino, que se recostó en la rama pensando en las consecuencias que produjo su acto. Sólo buscaba divertirse, pero había encontrado una manera de despertar la vida del lugar. Creó un conflicto y adoptó el rol de tirano. Un cosquilleo recorrió su estómago cuando los gritos que le increpaban empezaron a cesar, y Paul alzó el cuello para mirarles con una sola ceja y decirles:<<¿Ya os habéis cansado?>>. Pero no se habían cansado; en realidad ni habían empezado a despreciarle.

Los reproches continuaron cada vez que Paul se cruzaba con algún residente, y destapaban una extraña sensación en el felino, muy distinta al cosquilleo que sintió sobre la rama, cuando se enorgullecía de tener el control sobre todos ellos. Por supuesto, este cosquilleo no era nada parecido a la sensación que gozaba con la simple compañía de Desiree, la gata descarada que le habló el primer día. Ya no estaba allí, y el único aliciente que le quedaba al alegre gato Paul eran las emociones que despertaban acciones como lamerse, dormir, estirarse, o la que descubrió al robarle la comida a Hugo.

Paul intentó de nuevo hurtar un trozo de tomate a Hugo cuando estaba a centímetro del fruto, pero no fue capaz debido a que dos gatos más (uno de ellos tuerto) se lo impidieron. Sintió el contacto de uno en el lomo, y el derrapar del otro, cuando estaba a punto de cogerlo. Paul abortó la misión con un salto medido hasta lo alto de la valla, donde sólo era capaz de llegar un gato joven como él. No sintió más que vergüenza, lo que le llevaría a intentarlo unas cuantas veces más. Para los animales, no existió más actividad que frenar a Paul en sus intentos, y empezaron a colaborar protegiendo a la tortuga, que parecía ser el centro de los ataques de Paul, el violento, como le llamaban a escondidas.



Era la enésima vez que Paul lo intentaba y, tras sus incontables envestidas, también fue la última. Carrie, agazapado tras una zanja, saltó sobre Paul, y atrapó con su mandíbula la pequeña cabeza del felino. Paul se zarandeó para librarse de la muerte, que le tenía agarrado del gaznate. Por más que se movía, no conseguía librarse del pastor alemán, y a pesar de que no sentía los dientes de Carrie desgarrándole la piel, a cada salto que daba, más se lastimaba. Acabó exhausto y magullado por el terreno; además de tener todos los músculos del cuerpo entumecidos por los movimientos, el cuello dolorido por la presión del perro, y el miedo producto de la tensión propia que sufrió el pobre Paul.



—¡Vamos, mátame! No tengo miedo.— Mintió Paul, que apenas podía moverse.

—¿Qué te qué?— Escuchó salir del interior de Carrie, que apenas podía hablar con tanto gato en la boca. El perro lo elevó, y enseñó el cuerpo del gato, inmóvil, que colgaba de su boca. Todos jalearon el gesto del pastor alemán, que lo acercó hasta un trozo de tierra húmeda, donde lo soltó con suavidad.

—No voy a matarte.— Le dijo. Paul no miraba a Carrie. Tal y como lo soltó, se deslizó para tumbarse en la arena húmeda, dándole la espalda a todos los que aplaudieron. Temblaba muerto de miedo, pero intentaba disimularlo concentrándose en una mota de polvo invisible para casi todo el reino. —¿Estás bien?— Continuó Carrie.

—¿Qué te importa?— Susurró Paul.



Carrie empezó a gruñir, a lo que el gato contestó con un salto, alejándose del ruido amenazador, y volviendo la cara mirar al perro; fue entonces cuando vio que no tenía dientes. Carrie continuó gruñendo un rato largo, mientras Paul se acercó lentamente, mirando la boca del perro, hasta colocarse tan cerca que podía notar la respiración de Carrie en sus bigotes. No había parado de temblar, y aún así Paul merodeó con los ojos bien abiertos la boca del pastor alemán, que carecía de todo trozo de marfil; no tenía ni un colmillo.

Cuando Carrie estuvo seguro de que Paul estaba lo suficientemente cerca, y de que ya había visto su punto débil, abrió la boca lo más que pudo, lanzando un aullido de agonía. Se lamió la base de los dientes, sangre cuajada inyectada, y antes de volver a gruñir, le dio un lametón en la cara a Paul, que le hizo sentir un cosquilleo parecido al que sentía con Desiree a su lado.

domingo, 5 de julio de 2015

Niños Sin Fronteras. La luna.


I

A día de hoy todo el mundo conoce el símbolo de la organización de la que soy uno de los fundadores -la figura negra de un niño, con una bandera en la mano, blanca y boca abajo-, pero pocos conocen la verdadera historia de esta organización "no lucrativa" a la que continuo perteneciendo.
Cuando llegué a occidente, hace casi medio siglo, mi lucha se centró en los niños, en conservar intacta la infancia de todos los seres humanos, esa misma que desde mi propio nacimiento, me negaron. Creé, junto con dos inmigrantes más, una pequeña organización no gubernamental que perseguía ese propósito, se llamó "Niños Sin Fronteras", y la dirigí durante sus primeros diez años con mano dura y tierna a su vez.
En mis últimos años decidiendo sobre el futuro de la organización, la asociación no alcanzaba la centena de socios; todo era muy distinto a lo que es hoy día. Aún estaba pendiente la elaboración de la imagen corporativa tan famosa en la actualidad, ni siquiera teníamos organigrama.
 
 
Además de dirigir "Niños Sin Fronteras", por aquel entonces mis labores se centraban en sacarme un graduado nocturno y trabajar en los laboratorios de una empresa de cosmética. Allí me encargaba de eliminar los residuos químicos, con más químicos que producían residuos tóxicos no perseguidos por la ley.
Aún no era capaz de distinguir un nitrato de un nitrito, pero ya sabía que trabajaba para una despiadada empresa que eliminaba residuos en un río desierto de vida, arrasado por las faenas que yo mismo llevaba a cabo. Seguro que tiene relación con que aún se me escamen las manos por temporadas. El médico dijo que se trataba de una alergia, pero desaparecía cada vez que cuadraba dos o tres días seguidos sin ir trabajar. Fue la razón principal por la que dejé el empleo, y me centré en los estudios, que compaginé con aprender idiomas. Y ahí llegó mi primer descubrimiento.

Cuando llegué al país, hacía entonces unos diez años, aprendí el lenguaje local con gran facilidad, casi como si fuera mi lengua natal, pero cuando lo intenté con el resto de idiomas comprendí que iba mucho más allá; todos los idiomas ya los conocía. ¡No podía ser verdad! Me creía dotado de una inteligencia sobrehumana. ¿Imposible? Tal vez, pero en tan sólo unas semanas aprendí francés, italiano, ruso, flamenco, japonés, alemán y árabe clásico. Fue tras el graduado cuando me preparé para ir a la universidad; y logré entrar en física. Suelo decir que enfoqué el telescopio hacia la astronomía.
Con la cantidad de artículos por leer, libros que estudiar y trabajos con fecha de entrega, tuve que renunciar a la dirección de "Niños Sin Frontera". Sajim y Ujim, los otros dos fundadores, cogieron las riendas de la organización, que pronto vio los frutos del proyecto ambicioso que habían planeado entre los dos. Yo permanecí en segundo plano, mirando al cielo, cumpliendo el sueño de aquellos niños sin fronteras a los que pretendíamos ayudar.
Desgraciadamente no llegué a terminar el grado en física. En mi último año, durante una sesión de reflexión nocturna, llegué a una conclusión que trastocó mi forma de mirar el mundo. Con pruebas fehacientes (como las estaciones lunares o el efecto de las mareas), llegué a la conclusión acertada de que la luna, nuestro amado satélite, en realidad no es más que un efecto óptico. Nunca nadie la pisó, nunca existió tal piedra redonda y gigantesca que orbitó alrededor de nuestra tierra, la que tampoco es redonda, pero eso lo revelaré un poco más adelante.
No, no estoy loco. Y sí, sé que parece una locura, pero no lo es. Es la negación lo que me llevó a suspender todas las materias de último curso, finalizando mi etapa universitaria. Me negué a creer, con voluntad de hierro, esa verdad irrefutable de que la luna no era más que nuestra visión de la tierra, reflejada en una nube de polvo al que llamamos cielo. Esa contradicción, esa lucha interna sí que estuvo a punto de llevarme a la locura. Pero finalmente tuve que ceder a la nueva realidad que se abría ante mis ojos. La luna es un holograma.
¿Cómo era que nadie lo hubiera visto? ¿Cómo era posible que yo fuera el primero en saberlo? Me puse en contacto con astrónomos de prestigio a través de la universidad, y uno de ellos me recibió en su casa con un trato amable, pero hermético. Era el Doctor Ferragut, y su apariencia tranquila delataba la inteligencia de un hombre que sabía medir muy bien sus palabras. Después de los saludos en el recibidor, hablamos en el salón, donde el doctor se acomodó en un sillón, con las piernas cruzadas y una expresión de sorpresa ante los datos que le exponía sobre mi teoría.

—Está muy bien para un estudiante. ¿Por qué no haces el máster?— Dijo.
—¿Por qué voy a estudiar una mentira en la universidad, si puedo estudiar una verdad?— Le respondí.
—Quizá, más adelante, estudie usted esas verdades.— Respondió.
—Entiendo... Así que no soy el primero...— Le dije.
—¿El primero?— Preguntó.
—El primero que lo sabe...

Resolví mirando a la carpeta con los datos, para hacerle entender que hablábamos sobre la luna. El profesor rio con garbo cuando comprendió a qué le hacía referencia con esa mirada. No podía parar de reír, y yo, iluso, volví a coger la carpeta para repasar los datos sobre las estaciones lunares, sobre el polvo gravitacional, y sobre las grabaciones editadas de los viajes espaciales.

—Entonces, ¿no me cree?— Le dije, decepcionado.
—¿Me cree usted?
—Doctor...— Asentí con la cabeza.
—Pues estudie.— Respondió con una sonrisa.
—¿Pero estoy en lo cierto?— dije desesperado, ante la complacencia del astrónomo.
—Creo que ya le he respondido todo lo que podía.— Y volvió a sonreír.




viernes, 3 de julio de 2015

El tornillo del siglo XXI


—Mi martillo es lo mejor.— Dijo Immanuel K.

—¡Pensaré cómo usar mis tijeras!— Exclamó René D.

—Pero si ese tornillo ni existe..., usa mi pegamento.— Aportó Friedrich N.

—¿Tornillo? Yo tengo un destornillador...— Se escuchó antes en la historia.