I
A día de hoy todo el mundo conoce el símbolo de la organización de la que soy uno de los fundadores -la figura negra de un niño, con una bandera en la mano, blanca y boca abajo-, pero pocos conocen la verdadera historia de esta organización "no lucrativa" a la que continuo perteneciendo.
Cuando llegué a occidente, hace casi medio siglo, mi lucha se centró en los niños, en conservar intacta la infancia de todos los seres humanos, esa misma que desde mi propio nacimiento, me negaron. Creé, junto con dos inmigrantes más, una pequeña organización no gubernamental que perseguía ese propósito, se llamó "Niños Sin Fronteras", y la dirigí durante sus primeros diez años con mano dura y tierna a su vez.
En mis últimos años decidiendo sobre el futuro de la organización, la asociación no alcanzaba la centena de socios; todo era muy distinto a lo que es hoy día. Aún estaba pendiente la elaboración de la imagen corporativa tan famosa en la actualidad, ni siquiera teníamos organigrama.
Además de dirigir
"Niños Sin Fronteras", por aquel entonces mis labores se
centraban en sacarme un graduado nocturno y trabajar en los
laboratorios de una empresa de cosmética. Allí me encargaba de
eliminar los residuos químicos, con más químicos que producían
residuos tóxicos no perseguidos por la ley.
Aún no era capaz de
distinguir un nitrato de un nitrito, pero ya sabía que trabajaba
para una despiadada empresa que eliminaba residuos en un río
desierto de vida, arrasado por las faenas que yo mismo llevaba a
cabo. Seguro que tiene relación con que aún se me escamen las manos por temporadas.
El médico dijo que se trataba de una alergia, pero desaparecía
cada vez que cuadraba dos o tres días seguidos sin ir trabajar. Fue la razón principal por la que dejé el empleo, y me centré en los estudios, que compaginé con aprender idiomas. Y ahí llegó mi
primer descubrimiento.
Cuando llegué al país,
hacía entonces unos diez años, aprendí el lenguaje local con gran facilidad, casi como si fuera mi
lengua natal, pero cuando lo intenté con el resto de idiomas
comprendí que iba mucho más allá; todos los idiomas ya los
conocía. ¡No podía ser verdad! Me creía dotado de una inteligencia
sobrehumana. ¿Imposible? Tal vez, pero en tan sólo unas semanas
aprendí francés, italiano, ruso, flamenco, japonés, alemán y
árabe clásico. Fue tras el graduado cuando me preparé para ir a la
universidad; y logré entrar en física. Suelo decir que enfoqué el
telescopio hacia la astronomía.
Con la cantidad de
artículos por leer, libros que estudiar y trabajos con fecha de
entrega, tuve que renunciar a la dirección de "Niños Sin
Frontera". Sajim y Ujim, los otros dos fundadores, cogieron las
riendas de la organización, que pronto vio los frutos del proyecto
ambicioso que habían planeado entre los dos. Yo permanecí en
segundo plano, mirando al cielo, cumpliendo el sueño de aquellos
niños sin fronteras a los que pretendíamos ayudar.
Desgraciadamente no
llegué a terminar el grado en física. En mi último año, durante una sesión
de reflexión nocturna, llegué a una conclusión que trastocó mi
forma de mirar el mundo. Con pruebas fehacientes (como las estaciones
lunares o el efecto de las mareas), llegué a la conclusión acertada
de que la luna, nuestro amado satélite, en realidad no es más que un
efecto óptico. Nunca nadie la pisó, nunca existió tal piedra
redonda y gigantesca que orbitó alrededor de nuestra tierra, la que
tampoco es redonda, pero eso lo revelaré un poco más adelante.
No, no estoy loco. Y sí, sé
que parece una locura, pero no lo es. Es la negación lo que me llevó
a suspender todas las materias de último curso, finalizando mi etapa
universitaria. Me negué a creer, con voluntad de hierro, esa verdad
irrefutable de que la luna no era más que nuestra visión de la
tierra, reflejada en una nube de polvo al que llamamos cielo. Esa
contradicción, esa lucha interna sí que estuvo a punto de llevarme a
la locura. Pero finalmente tuve que ceder a la nueva realidad que se
abría ante mis ojos. La luna es un holograma.
¿Cómo era que nadie lo
hubiera visto? ¿Cómo era posible que yo fuera el primero en
saberlo? Me puse en contacto con astrónomos de prestigio a través
de la universidad, y uno de ellos me recibió en su casa con un trato
amable, pero hermético. Era el Doctor Ferragut, y su apariencia
tranquila delataba la inteligencia de un hombre que sabía medir muy
bien sus palabras. Después de los saludos en el recibidor, hablamos
en el salón, donde el doctor se acomodó en un sillón, con las
piernas cruzadas y una expresión de sorpresa ante los datos que le
exponía sobre mi teoría.
—Está
muy bien para un estudiante. ¿Por qué no haces el máster?— Dijo.
—¿Por
qué voy a estudiar una mentira en la universidad, si puedo estudiar
una verdad?— Le respondí.
—Quizá,
más adelante, estudie usted esas verdades.— Respondió.
—Entiendo...
Así que no soy el primero...— Le dije.
—¿El
primero?— Preguntó.
—El
primero que lo sabe...
Resolví
mirando a la carpeta con los datos, para hacerle entender que
hablábamos sobre la luna. El profesor rio con garbo cuando
comprendió a qué le hacía referencia con esa mirada. No podía
parar de reír, y yo, iluso, volví a coger la carpeta para repasar
los datos sobre las estaciones lunares, sobre el polvo gravitacional,
y sobre las grabaciones editadas de los viajes espaciales.
—Entonces,
¿no me cree?— Le dije, decepcionado.
—¿Me
cree usted?
—Doctor...—
Asentí con la cabeza.
—Pues
estudie.— Respondió con una sonrisa.
—¿Pero
estoy en lo cierto?— dije desesperado, ante la complacencia del
astrónomo.
—Creo
que ya le he respondido todo lo que podía.— Y volvió a sonreír.
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