domingo, 5 de julio de 2015

Niños Sin Fronteras. La luna.


I

A día de hoy todo el mundo conoce el símbolo de la organización de la que soy uno de los fundadores -la figura negra de un niño, con una bandera en la mano, blanca y boca abajo-, pero pocos conocen la verdadera historia de esta organización "no lucrativa" a la que continuo perteneciendo.
Cuando llegué a occidente, hace casi medio siglo, mi lucha se centró en los niños, en conservar intacta la infancia de todos los seres humanos, esa misma que desde mi propio nacimiento, me negaron. Creé, junto con dos inmigrantes más, una pequeña organización no gubernamental que perseguía ese propósito, se llamó "Niños Sin Fronteras", y la dirigí durante sus primeros diez años con mano dura y tierna a su vez.
En mis últimos años decidiendo sobre el futuro de la organización, la asociación no alcanzaba la centena de socios; todo era muy distinto a lo que es hoy día. Aún estaba pendiente la elaboración de la imagen corporativa tan famosa en la actualidad, ni siquiera teníamos organigrama.
 
 
Además de dirigir "Niños Sin Fronteras", por aquel entonces mis labores se centraban en sacarme un graduado nocturno y trabajar en los laboratorios de una empresa de cosmética. Allí me encargaba de eliminar los residuos químicos, con más químicos que producían residuos tóxicos no perseguidos por la ley.
Aún no era capaz de distinguir un nitrato de un nitrito, pero ya sabía que trabajaba para una despiadada empresa que eliminaba residuos en un río desierto de vida, arrasado por las faenas que yo mismo llevaba a cabo. Seguro que tiene relación con que aún se me escamen las manos por temporadas. El médico dijo que se trataba de una alergia, pero desaparecía cada vez que cuadraba dos o tres días seguidos sin ir trabajar. Fue la razón principal por la que dejé el empleo, y me centré en los estudios, que compaginé con aprender idiomas. Y ahí llegó mi primer descubrimiento.

Cuando llegué al país, hacía entonces unos diez años, aprendí el lenguaje local con gran facilidad, casi como si fuera mi lengua natal, pero cuando lo intenté con el resto de idiomas comprendí que iba mucho más allá; todos los idiomas ya los conocía. ¡No podía ser verdad! Me creía dotado de una inteligencia sobrehumana. ¿Imposible? Tal vez, pero en tan sólo unas semanas aprendí francés, italiano, ruso, flamenco, japonés, alemán y árabe clásico. Fue tras el graduado cuando me preparé para ir a la universidad; y logré entrar en física. Suelo decir que enfoqué el telescopio hacia la astronomía.
Con la cantidad de artículos por leer, libros que estudiar y trabajos con fecha de entrega, tuve que renunciar a la dirección de "Niños Sin Frontera". Sajim y Ujim, los otros dos fundadores, cogieron las riendas de la organización, que pronto vio los frutos del proyecto ambicioso que habían planeado entre los dos. Yo permanecí en segundo plano, mirando al cielo, cumpliendo el sueño de aquellos niños sin fronteras a los que pretendíamos ayudar.
Desgraciadamente no llegué a terminar el grado en física. En mi último año, durante una sesión de reflexión nocturna, llegué a una conclusión que trastocó mi forma de mirar el mundo. Con pruebas fehacientes (como las estaciones lunares o el efecto de las mareas), llegué a la conclusión acertada de que la luna, nuestro amado satélite, en realidad no es más que un efecto óptico. Nunca nadie la pisó, nunca existió tal piedra redonda y gigantesca que orbitó alrededor de nuestra tierra, la que tampoco es redonda, pero eso lo revelaré un poco más adelante.
No, no estoy loco. Y sí, sé que parece una locura, pero no lo es. Es la negación lo que me llevó a suspender todas las materias de último curso, finalizando mi etapa universitaria. Me negué a creer, con voluntad de hierro, esa verdad irrefutable de que la luna no era más que nuestra visión de la tierra, reflejada en una nube de polvo al que llamamos cielo. Esa contradicción, esa lucha interna sí que estuvo a punto de llevarme a la locura. Pero finalmente tuve que ceder a la nueva realidad que se abría ante mis ojos. La luna es un holograma.
¿Cómo era que nadie lo hubiera visto? ¿Cómo era posible que yo fuera el primero en saberlo? Me puse en contacto con astrónomos de prestigio a través de la universidad, y uno de ellos me recibió en su casa con un trato amable, pero hermético. Era el Doctor Ferragut, y su apariencia tranquila delataba la inteligencia de un hombre que sabía medir muy bien sus palabras. Después de los saludos en el recibidor, hablamos en el salón, donde el doctor se acomodó en un sillón, con las piernas cruzadas y una expresión de sorpresa ante los datos que le exponía sobre mi teoría.

—Está muy bien para un estudiante. ¿Por qué no haces el máster?— Dijo.
—¿Por qué voy a estudiar una mentira en la universidad, si puedo estudiar una verdad?— Le respondí.
—Quizá, más adelante, estudie usted esas verdades.— Respondió.
—Entiendo... Así que no soy el primero...— Le dije.
—¿El primero?— Preguntó.
—El primero que lo sabe...

Resolví mirando a la carpeta con los datos, para hacerle entender que hablábamos sobre la luna. El profesor rio con garbo cuando comprendió a qué le hacía referencia con esa mirada. No podía parar de reír, y yo, iluso, volví a coger la carpeta para repasar los datos sobre las estaciones lunares, sobre el polvo gravitacional, y sobre las grabaciones editadas de los viajes espaciales.

—Entonces, ¿no me cree?— Le dije, decepcionado.
—¿Me cree usted?
—Doctor...— Asentí con la cabeza.
—Pues estudie.— Respondió con una sonrisa.
—¿Pero estoy en lo cierto?— dije desesperado, ante la complacencia del astrónomo.
—Creo que ya le he respondido todo lo que podía.— Y volvió a sonreír.




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