miércoles, 10 de junio de 2015

Avalancha (II)


II





Yo fui el tercero en llamar a emergencias, pero antes de que acabara la llamada colgué. Rogelio me avisó de que ya tenían una ambulancia en camino. Me aparté del grupo y presencié la escena en tercera persona, alejado. Me situé a unos metros del portal donde escuché los ruidos, pero en el exterior esta vez. Al cabo de un rato, Susana, que no se daba cuenta de que Gori hacía sus necesidades en el bordillo a escasos metros del joven malherido, me miró y gritó.



¡Eh! Tú eres nuevo.— Me señaló —¡Ese es nuevo!— Y todos me miraron.



Al cabo de unos segundos, el centro de atención de la escena era yo. A excepción de Rosario, que seguía intentando enlazar con emergencias, todos los testigos se me acercaron y empezaron a mirarme de arriba a abajo extrañados. Yo retrocedí hasta tocar con la espalda, los barrotes de la puerta que da acceso a las escaleras del piso de Raquel. Me asusté tanto de aquellas personas que actuaban de forma tan extraña ante un accidente, que pensé en llamar al telefonillo; pero Cesar, uno de los adolescentes, me preguntó.



—¿Quién eres?

—¿Cómo que quién soy? ¿Es que no lo veis?— Yo señalé horrorizado al joven que estaba besando el asfalto, sin moverse lo más mínimo.



Se oyeron las sirenas de la ambulancia que pronto llegaría al lugar. Nadie estaba atento a la escena mientras que yo los aparté a todos para acercarme a Julián. Tampoco lo toqué. De la ambulancia salió Néstor, que venía sin compañero porque en realidad acababa de coger la furgoneta y aún no estaba de servicio. Por la llamada de Rogelio, la atención parecía urgente, de vida o muerte, y por eso Laura le desviaba allí, a pesar de que el sanitario siempre avisaba de que iba solo en el vehículo. Igualmente le desviaban para asistir al menos unos primeros auxilios, pero era ese mismo vehículo el que trasladaba al hospital a Julián. Antes de que Néstor llegara hasta mí, uno de los adolescentes, no recuerdo cual, dijo:



—No sé por qué tanto miedo, el golpe siempre sorprende porque es espectacular, pero ya sabes que se va a recuperar...



Yo no miré al que dijo tan siniestra frase de los tres, porque el conductor de la ambulancia se bajó y andó hasta mí con tal parsimonia que me dejó perplejo.


—¡Buenas...! ¿Y este quién es?— Preguntó al grupo que ya estaba arremolinado detrás de mí.



—¿Cómo este? ¿No lo atiendes?— Dije horrorizado.

—¿Es nuevo, no?— Volvió a preguntar.

—¡Pero te est...

—¡Calla, niño!— Me dijo Doña Rosario, la mujer mayor que acababa de llegar con el teléfono en la mano. La voz de una operadora se oía al otro lado de la línea.

—Bueno... Me llevo a este.— Dijo Néstor mirando a Julián.



Yo me volví para mirar al grupo y Néstor agarró de las piernas al chaval y lo arrastró hasta la ambulancia.



—¿¡Pero qué haces, imbécil!?— Le dije al sanitario, mientras me acercaba para golpearle con el reverso de la mano en el hombro. Néstor se asustó y soltó las piernas de Julián a plomo contra el suelo.


—¡Estás loco!— Le dije. El resto de la gente permanecía impasible, como si la actitud del hombre fuera lo normal.


—¿Quieres llevarlo tú?

—No es mi trabajo.— Respondí. —¿Ni siquiera una camilla?



Una onomatopeya con la que despreciarme, y ya lo estaba arrastrando de nuevo hasta la ambulancia. <<¿No me van a ayudar?>>, dije al grupo. <<¿Para qué?>> respondieron la mayoría. Yo no entendía nada de lo que pasaba allí, pero por suerte, al oír otra sirena sentí seguridad. La ambulancia se marchó con Julián a la vez que llegó la patrulla de policías.


Bruno y Héctor, agentes de la autoridad, se bajaron del coche patrulla sorprendidos por mi presencia. Me miraron de arriba abajo y me preguntaron <<¿Quién es usted?>>. << Alegre Gato Paul>> respondí. <<¿Saben lo que ha pasado aquí?>>, pregunté alterado. ¡Y joder si lo sabían! Sabían de memoria lo que debían redactar en sus informes, pero mi presencia los alteraba.

Bruno se dirigió al grupo para hablar con ellos, mientras que Héctor se encargó de contarme todo lo que redacté en la primera parte sobre los primeros testigos allí presentes, pero con un pequeño matiz que volvía el caso monótono; tan monótono que día tras día, le sucedían las mismas cosas a su alrededor a aquellos que quedaban "atrapados por el tiempo", cual día de la marmota.



Héctor me preguntó por lo que ocurrió en mi vida en el día de ayer. Anotó todo lo que hice: mi carrera mañanera, mi relato inacabado, mi café con un libro, mi cita con Raquel; luego lo que había hecho hoy: me desperté tarde y vine a ver a Raquel, que vive en el portal de donde salí; justo enfrente de donde ocurrió el accidente. Tenía un millón de preguntas que los testigos parecían encantados de responder, pero lo que más aturdido me dejó fue lo que insinuó el policía. Cuando pregunté, me informaron de que habían muchos más testigos que estaban "atrapados", casi la friolera de cuatrocientas personas que repetían el mismo día una y otra vez. Ya habían centrado la investigación en este suceso, pero nadie había podido resolverlo hasta entonces.

El grupo pasó toda la tarde haciéndome las mismas preguntas que los policías, dando por cerrado el asunto de que ya había entrado en su juego, en su tiempo, en su día, y no volvería a salir. Ninguno de ellos conservaba la esperanza; la última en entrar fue Germán, que apareció poco antes que yo. Doña Rosario era quien mejor se lo tomaba, tal vez porque este error temporal le permitió gozar de una vida que ya se le acababa.



Todas las tardes, a esa misma hora, Doña Rosario discutía con su hija Nuria lo mal que le enseñaba a manejar el teléfono, que siempre que lo necesitaba no "furulaba". Susana ya se arreglaba para salir con una amiga con la que había quedado; hacía años que no se veían. Rogelio pasaría la tarde en el sofá viendo los mismos programas de televisión, disfrutando de una larga siesta y jugando con su perro sultán. Carmen descubriría esa misma noche que el padre de Iker le volvió a dejar embarazada, a pesar de que ya habían tomado la decisión de no volverse a ver. Guillermo, Cesar y Damián llevaban años haciendo lo que se les venía en gana, sin ninguna reprensión, tanto que se habían acostumbrado a pasar un día tranquilo de diálogo en el banco. Néstor continuaba con su turno, en el que fallecían dos personas, pero ya con compañero de fatigas también atrapado (sólo por curiosidad), y los dos juntos acababan borrachos en el bar del hospital cuando terminaban la jornada. Hasta los policías habían colaborado en la investigación que llevaban muchos días realizando sobre la posible explicación de lo que les ocurría, y contaron que cada día amanecían para empezar su turno por la mañana y este suceso era siempre el que cerraba la jornada. El tiempo les atrapaba y además, atrapaba a todos los que se acercaban a este accidente. Cerca de ser yo su salvación, como llegué a creer en algún momento de las narraciones, en realidad no fui más que otro aleccionado tan ignorante que no comprendería por qué pasaba lo que pasaba.



—Uno de ustedes ha cometido un asesinato.— Dije sin titubear, cuando la noche ya había caído por completo.

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