sábado, 6 de junio de 2015

Verdugo de fe


VII



El matarife
en la base de la pirámide,
ese soy yo:
el desaliento de los moribundos,
el castigo de los inocentes,
el pelotón de fusilamiento
al mando de una línea de disparo
es mi vocación.

La guerra es mi estilo de vida,
la muerte es mi alimento
y la carroña que alimenta mi alma
un día fue cuerpo de otra alma,
descarriada y somnolienta que atrapé
para ensañarme con su inconsciencia.

Mi nombre es Hirión,
y poseo el arma más poderosa de todas:
la voluntad de los hombres.


No hay virtud
que se me resista.
A la ética la siento
en el banco de los acusados
para interrogarle por su pasado,
sus orígenes,

y le hago dudar
de su existencia, de su veracidad;
confundo la moral que le mantiene con vida.

No existe ejército
que pueda conmigo;
la esperanza es el traidor que tengo infiltrado
en las líneas del enemigo:
es mi mejor aliada.


Mis primeros recuerdos datan de tiempos anteriores a la escritura; cuando el sol se ponía por el sur, la luna iluminaba durante el día y las estrellas se podían reflejar en el suelo. Nací en el núcleo de una tribu, humilde y escasa, cercana a otra aldea abundante y prodigiosa. A manos de un guerrero exterminé, no por hambre sino por avaricia, toda la población vecina. Me excité tanto tras la primera muerte (se me inyectaron los ojos en su sangre), que no pude parar hasta acabar con todo ser vivo que se oponía a mis designios.
Parecía que mi halo de vida desaparecía, pero sólo incubaba una fuerza mayor mientras mis víctimas se recargaban de energía. El siguiente ataque se produjo varios inviernos más tarde, cuando los alimentos empezaron a escasear. El apoyo de todos los hombres me devolvió la fuerza que desapareció tras el primer conflicto. La aldea más próxima fue el objetivo, pero esta vez no acabaron con todos; mi poder creció en aquellos que consiguieron escapar, y se transmitió por los que a su vez sobrevivieron.
No me amedrentó la religión, más bien se comportó como rescoldo sin apagar, como brasas que me calentaron durante las épocas de frío. Una organización no puede combatir una enfermedad individual; como la voluntad no puede moldearse con dinámicas de grupo. Porque yo habito en cada uno de vosotros, porque soy tú nada más con conocerme, con sentir mi presencia. El trabajo colectivo es para mí una vía más poderosa que la propia guerra.

Huir como felino asustado, como una cucaracha se espanta de la luz; y no tocar a los que queden eclipsados por mí. Porque yo soy Hirión, y ya no podéis matarme, pero podéis morir.


Anotación de autor: Extracto del poemario El amor y otras enfermedades.

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